Esclavos del algoritmo.
Desde hace ya algún tiempo, hemos eliminado la frontera entre lo público y lo privado volviéndonos esclavos del algoritmo. Publicamos imágenes en redes sociales de nosotros, pero también de nuestras familias y amigos.
Decimos que nos apetece perdernos por un bosque solitario y sin embargo estamos constantemente conectados a través de los mensajes que nos llegan al teléfono móvil, por lo que nuestra capacidad de abstracción de todas esas inputs o la concentración en este entorno queda totalmente diseccionada a no ser que estés en “modo avión”, por lo que nuestra capacidad de reflexión queda mermada.
Y, sin duda, los algoritmos son en gran parte responsables de todo ese consumo de datos en los que empleamos una parte de nuestro tiempo.
Ellos analizan millones de datos que no son más que nuestras opiniones y gustos y los convierten en matemáticas para así dirigir nuestra atención hacía unos elementos o productos concretos.
Desde los post de Instagram o Facebook o las recomendaciones de plataformas como You Tube.
Y caemos en la trampa.
Pasamos horas y horas delante de nuestros teléfonos y de los ordenadores portátiles, e incluso de la televisión, consumimos productos que nos salen en los anuncios de las redes sociales y asistimos a sitios o viajamos a lugares que la propia IA de estos sistemas nos han recomendado.
Descansamos de nuestras actividades deportivas por que los relojes que poseemos, que hemos visto en algún anuncio nos dicen que tenemos sobrecarga muscular.
Y así pasamos las horas, y los días.
Nosotros, por nuestra parte, y como decía Antonio Machado: “Se hace camino al andar”, así que seguimos intentando discernir entre la vida, la verdad y la propia mentira de esta continua conectividad.
Y frente al intento de dominación del algoritmo, tener la capacidad de disfrutar, de sentir, de abstraerse, de pensar, de reflexionar, pero sobretodo… de vivir.